Salir de casa, volar como un pájaro libre, disfrutar de unos días sola entre amigas. María Eugenia no sabiendo los detalles de su viaje a Viena, pasaba las noches durmiendo de promedio cinco horas. Despreocupada de billetes y reserva hotelera, otras se hacían cargo, sólo le venían a la cabeza imágenes desagradables. Vértigo de altura, ruido y vibraciones del tren de aterrizaje cuando se cierra al despegar, ruedas frenando con el suelo cuando el avión parece estrellarse, temblor de piernas, vibraciones de una turbulencia, cambio de presión en los oídos, claustrofobia al sentirse encerrada sin poder encender un cigarrillo y un sinfín de engorrosas sensaciones que la paralizaban. Dos viajes previos, en tren, en coche y barco fluvial con ellas, eran motivos de peso para dejarse llevar. Ellas se lo habían pedido un montón de veces y no quería defraudarlas. Aceptó y, enterándose con tiempo para poder votar por correo, hizo la maleta. Valiente, sin doparse, los nervios iban por dentro mientras ellas le daban conversación. Por un lingote de estaño, los controles de seguridad le piden explicaciones y los de antidroga le hacen abrir el equipaje. Le toca el asiento de la ventana y no lo quiere cambiar. Una la filma, otra le pasa crucigramas, todas la distraen con historias. Al bajar, da un beso en el suelo, frente a las miradas estupefactas. Incomprensible miedo, dice quien no lo tiene, pero para estar con vosotras merece la pena enfrentarse a ello, dice satisfecha. Todavía queda el jet lag de la vuelta.